Por Santi Cuerda

Me he encontrado últimamente con algunos ¿científicos? que, sin el menor sonrojo o falta de pudor, le cargan el muerto de la desaparición de las abejas silvestres a la abeja melífera. Está de moda.

Se trata de gente que, jamás, ha puesto un pie fuera de la universidad (y mucho menos, ha doblado el lomo, como hace cualquier apicultor… incluso aficionado). Pensando mal, habría que poner la lupa en quiénes les han financiado esos sesudos estudios científicos, no vaya a ser que estén detrás los de Bayer, Syngenta o similares. A alguno de estos peculiares personajes he tenido que bloquearle en twitter, no porque me falte un ápice de tolerancia, como para admitir que otros puedan pensar de forma diferente a mí; sino por lo cansinos que resultan, con su absurda matraca.

Incluso admitiendo que una apicultura mal practicada, intensiva (por ejemplo, en la trashumancia), pueda tener algún impacto negativo sobre comunidades de polinizadores silvestres, por la limitada capacidad de carga del medio (es decir, los recursos florales, cada vez más escasos), lo cierto –y es algo que no quieren ver ni reconocer esos doctores Bacterios de pacotilla- es que las abejas domésticas y silvestres, en realidad, están en el mismo barco y comparten, en buena medida, los mismos problemas de conservación y las mismas causas de su desaparición: cambio climático (desfase de estaciones, fenómenos extremos como sequías prolongadas, heladas tardías, floraciones cortas); pérdida de biodiversidad floral por una agricultura atiborrada a agroquímicos (pesticidas, herbicidas, etc.), y la expansión –en las últimas décadas- de monocultivos, que, tras las concentraciones parcelarias, no han dejado ni un soto, ni un lindero en nuestros campos, refugio antaño de insectos varios.

Yo seré el primero en apostar por una apicultura sostenible, alejada de una excesiva intensificación, por respeto a los compañeros apicultores y sus abejas, y también a los polinizadores silvestres. Tenemos la gran oportunidad, haciendo las cosas bien, de cuidar este oficio milenario, que es una de las escasísimas ocupaciones humanas que no sólo no genera un impacto negativo sobre el medio, sino, muy al contrario, que genera un impacto positivo, gracias a la laboriosidad de las abejas y su función polinizadora.

Si hemos llegado a cumplir el viejo vaticinio que hiciera, allá por 1962, Rachel Carson, en su libro “La primavera silenciosa”, no ha sido por culpa de la abeja de la miel. Los campos se han quedado sin zumbidos de las abejas silvestres, y se hubieran quedado también sin los de las abejas melíferas, si no fuera por el esfuerzo ímprobo y los desvelos de los apicultores que las cuidan. La contaminación y la destrucción del medio es lo que nos ha llevado a estar donde estamos. Por más que les pese a estos prohombres del CSIC.

Señores investigadores: en España hemos perdido el 40% de los polinizadores silvestres; Alemania -con mucha menos apicultura- ha perdido el 70%; el Reino Unido -con mucha menos apicultura- ha perdido el 99% de las praderas florales, siendo éste el ecosistema más amenazado.

Es nuestra responsabilidad, como apicultores, el seguir cuidando de las abejas y la biodiversidad. Y, como ciudadanos, el exigir a los medios de comunicación que no sigan dando pábulo a estos conspiranoicos, negacionistas de la apicultura, y a las universidades que encuentren mejores maneras de gastar los fondos públicos, los que son de todos, en investigaciones que realmente sean de utilidad social.

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